jueves, 16 de noviembre de 2017

Faenón de Juan Mora a un Victorino. Valencia, 25 de julio de 1999



Juan Mora toreó al primer victorino con toda la hondura, con toda la entrega y con todo el sabor que son propios del toreo bueno. 
De esa faena se hablará mucho en Valencia. Hablarán, naturalmente, los aficionados, para ponderar la abismal diferencia que existe entre el arte de torear auténtico y las interminables retahilas que utilizan los pegapases para convertirlo en sucedáneo.

Toreó Juan Mora, sobre todo, al natural. Después de los ayudados recios combinados con parones de una inspirada pinturería, los naturales. Y los dio trayéndose al toro de delante, embarcándolo con temple, cargándole la suerte, pasándoselo ceñido, ligando cada muletazo, construyendo dominadoras y medidas cada una de las tandas. 
Y luego, los pases de pecho, o las trincherillas, o los recortes echando a tierra la muleta como un desmayo o como un quejío.

No se quiera ni imaginar el alboroto que tenía montado en los tendidos el toreo de Juan Mora. Siguió por redondos y estos ya casi daban lo mismo. Y volvió a los naturales, igual que antes; y pues empuñaba la espada de verdad (este torero siempre la lleva), al pedirle el toro la muerte se la dio cobrando una estocada por el hoyo de las agujas.

El delirio fue cuando rodó el toro. Volvía la plaza a la realidad de los seres vivos después de esa sensación de eternidad que trae consigo el puro arte de torear. Y resulta que apenas habían transcurrido cuatro minutos. Cuatro minutos sobran para engendrar la grandeza del toreo. 
Porque el toreo no es cosa de tiempo ni de cantidad.

Joaquín Vidal, extracto de la crónica titulada "Faenón de Juan Mora", de la corrida del 25 de julio de 1999 en la Plaza de Toros de Valencia, publicada en "El País". 
Completaban la terna Enrique Ponce y Pepín Liria.

Nota: Desconozco la fecha de la foto de Arjona que ilustra esta entrada


viernes, 3 de noviembre de 2017

Sobre "El arrimón"



El primer deber del torero es no acercarse al toro. Y el del toro, no dejarse acercar. Un toro que se deja acercar, ya no es un toro. Un torero que se acerca al toro, es un jugador de ventaja, un tramposo.

Al toro no se le puede pisar su terreno, ni cerca ni lejos; es ganarle por trampa. El torero que pisa el terreno del toro, acaba con el toro y con el toreo: lo anula, lo destruye, convirtiéndolo en una pantomima ilusionista, generalmente sin peligro alguno, pero muy emocionante para el histerismo afeminado de los públicos virilistas, como el espectáculo de un domador de leones morfinizados.

José Bergamín, "El Arte de Birlibirloque"