José Antonio Montoto, “Pepe Pastrana”
Nacido en 1.951 en la Villa Ducal de Pastrana, emigró pronto a la Sierra de Madrid donde su familia, almendreros, iban por las fiestas de los pueblos de la zona vendiendo almendras, negocio que ampliarían con tómbola y otras atracciones. Dicho sea de paso, los naturales, y los adoptados de la zona, como es mi caso, seguro que recuerdan la “tómbola Pastrana” recorriendo las fiestas de aquellos pueblos.
No fue torero de escuela, y aprendió en capeas y becerradas, debutando con picadores en Cenicientos en 1972.
En 1976 toma la alternativa en Guadalajara teniendo como padrino a “El Viti”, y a Manzanares como testigo.
Típico caso de torero que tuvo que lidiar con las ganaderías “duras” esquivadas por las figuras del momento, consiguió salir en dos ocasiones por la puerta grande de Las Ventas.
Como al menos para mi cualquier momento es bueno para recordar y releer a Joaquín Vidal, aprovecho para traer aquí la crónica publicada en El País sobre una corrida del Conde de la Maza en septiembre de 1.979 en la que hacía el paseíllo Pepe Pastrana junto a Curro Camacho y Antonio Guerra, tres toreros muy alejados del concepto de “figura”.
Los toros del conde de la Maza leen a Marcuse
JOAQUIN VIDAL 04/09/1979
Decíamos todos que el cartel del domingo en Las Ventas era muy modesto, el más flojo de cuantos ha montado la empresa Canorea en Madrid, pero con mejores toreros, podríamos asegurar, no habríamos visto mejor corrida.
Los modestos, modestísimos -hablamos de Antonio Guerra y Pepe Pastrana- estuvieron toreros, torerísimos, incluido el valor que es propio de los de su oficio, con los hermosos, fuertes, difíciles, peligrosos, intelectualones toros del conde de la Maza. Porque, en efecto, casi todos los toros del conde de la Maza, los que se lidiaron el domingo en Madrid (y quizá la camada entera) eran intelectuales.
Habían leído a Marcuse. Como estamos en democracia, el señor conde promociona a sus pupilos y además de echarles el pienso, rico, abundante y bien de vitaminas, les pone a leer a Marcuse, para que desarrollen su personalidad.
Salían los toros bien alimentados, preciosos en aquella estampa admirable, seria y avasalladora, capa negra, pechos robustos, sombrero a juego, y decían, que yo lo oí: « ¿A mí esta represión de la crianza selectiva, que pretende privarme del instinto ancestral, del placer de enganchar a un tío de estos por la ingle y pincharle? Arreglados estáis, y para muestra, ahí va ese derrote. Si te pillo la taleguilla, moreno, te la dejo hecha un faldellín de hawaiana.»
Como en toda comunidad, por muy intelectual que sea, unos habían leído a Marcuse de cabo a rabo y otros no, unos lo habían entendido y otros no, y el último ni por el forro abrió el libro, que prefería a Corín Tellado.
Y ese fue el que le dejó llevar, sin amagos revolucionarios ni nada, por los cauces del orden establecido, y embistió recto. Pastrana lo toreó por ayudados por alto, dio un trincherazo magnífico, ligó derechazos y, ya en el natural, se llevó un susto mayúsculo, pues el pupilo del señor conde no sería marcusiano, pero llevaba en un rincón de su instinto la mala catadura y tiró un derrote a la cara que a punto estuvo de afeitar en seco al diestro.
El tercero, bronco y resabiado, también le envió un gañafón espeluznante a Pastrana, que no ganaba para sustos, y el aviso advirtió al diestro de que no debía andarse con bromas, de manera que cortó la faena. Su tarde fue muy digna, completa en lo que cabía.
Reposado, valiente, con claros progresos técnicos respecto a lo que le vimos en actuaciones anteriores, Antonio Guerra también se estrechó en las verónicas, y en un quite por chicuelinas, y resolvió con valor y recursos la papeleta de abatir a dos torazos marcusianos, con los que no habría podido la mayor parte del escalafón. Aprovechó las iniciales embestidas boyantes del segundo con pases de rodillas y series de derechazos y, cuando esas embestidas se hicieron reservonas, porfió con valor.
El quinto lo sabía todo -política, literatura, arte, ya le podías preguntar-, y conocía los terrenos del torero como si le hubiera dado clases Pedro Romero. Al primer muletazo, ¡fu!, se paró en busca del bulto, esquivó Guerra la tarascada, pero el cornudo sabio, aún no nos explicamos cómo, le atrapó y le pegó un volteretón.
De aquí en adelante, la historia del trasteo fue un toro que quiere torear a un torero y cogerlo por la ingle. Por supuesto, Antonio Guerra no se dejó, y se vengó con un bajonazo.
De este tenor, buscones, camorristas, eran los galanes que le correspondieron a Curro Camacho (uno de ellos, de García Romero, manso pregonao) y se los quitó de encima con brevedad. Lo que ocurre es que Camacho, a diferencia de sus compañeros, andaba asustado por la plaza, dejó la dura tarea de la lidia en manos de los peones y pegó dos espantadas: una, en el primero, cuando lo recibió de capa, y otra en pleno tercio de varas. En ambas ocasiones tiró el engaño y se arrojó de cabeza al callejón.
Toros de trapío, poderosos, tres derribaron y uno le pegó una cornada al caballo en plena cara. Los espectadores cercanos al lugar del suceso estaban horrorizados, como es natural, y un nórdico rubio gigantesco se desmayó. Los circundantes le daban aire y le gritaban al oído: «No pasar nada, míster; todo acabar ya; el jaco vivir tranquilo, míster.»
La corrida estuvo muy lejos de ser brillante, pero había emoción, que es parte fundamental del espectáculo. Cuando los toros salen imponentes, fuertes, leídos y marcusianos, la fiesta adquiere densidad argumental e importancia, y alcanza unos niveles de tensión quizá excesivos para gentes delicadas. Pero qué le vamos a hacer: es así.
No hay comentarios:
Publicar un comentario