Como el invierno sigue siendo tiempo de lectura, cuando mi escaso tiempo libra me lo permite leo y releo últimamente lo que puedo sobre Belmonte y Joselito.
Por mucho que se haya leído, y con todo lo que se ha escrito sobre los dos, siempre hay algo nuevo que me llama la atención.
Aunque conocido, en este texto que copio, Juan Belmonte, con su extraordinaria personalidad, narra de forma estremecedora y a través de la prosa de Manuel Chaves Nogales, el momento en el que conoció la noticia de la muerte de su rival y amigo Joselito.
José Gómez y Juan Belmonte tenían una relación casi fraternal, de profunda admiración, respeto y afecto, que a espaldas de las inquinas de Gallistas y Belmontistas se profesaban las dos figuras más grandes e influyentes que ha dado la tauromaquia en el siglo XX, con el permiso de Manolete.
La trágica noticia sorprende a Juan Belmonte jugando en su casa al póker con su cuadrilla y amigos…
Aquella espantosa certeza nos hizo mirarnos los unos a los otros con espanto. Dejamos caer los naipes sobre el tapete, y sin articular palabra estuvimos durante unos minutos en estado de semiinconsciencia y estupor.
Mis amigos fueron levantándose uno a uno, y, sin pronunciar una sílaba, se marcharon. Yo me quedé solo, hundido en un diván y mirando estúpidamente el tapete donde permanecían esparcidos los naipes y las fichas, abandonados por mis amigos.
En aquella soledad en que me habían dejado estuve repitiéndome mil veces aquellas palabras que me golpeaban en el cráneo como martillazos “¡A Joselito le ha matado un toro! ¡A Joselito le ha matado un toro!”.
Poco a poco fue invadiéndome una pavorosa congoja. Miré a mi alrededor y tuve miedo. ¿De qué? No lo sé. El pecho se me anegaba de una linfa amarga, y cuando ya la garganta no pudo contener por más tiempo aquella inundación de dolor, estallé en sollozos.
Lloré como no he llorado nunca en la vida. El llanto me hacía mucho bien. Hubiera querido seguir sollozando durante mucho tiempo, porque la extraña conmoción del llanto, a la que nunca, hasta entonces, me había entregado, me libraba de aquel martilleo seco del cerebro que repetía “¡A Joselito le ha matado un toro! ¡A Joselito le ha matado un toro!”.
Pero advertí que aquel llanto estaba produciendo en los míos una impresión desastrosa. Al verme llorar, mi mujer, sobrecogida, lloraba también. Lloraban además, allá en el fondo de la casa, los familiares y los criados, y hubo un momento de tal desesperación, que me asaltó la idea de que era a mí y no a Joselito a quien lloraban.
Creo que yo mismo sentí un poco mi propia muerte aquel día.
Este sentimiento egoísta fue el que me permitió reaccionar enérgicamente. Volví a sepultar en el pecho la congoja que en un instante de abandono había dejado desbordar, y con un tono seco y duro hice a los míos recobrar el dominio de sus sentimientos.
Llegaba la hora de la cena y con una artificiosa impasibilidad me senté a la mesa e hice a mi mujer que me acompañara y a los criados que nos sirvieran. Era aquella una grotesca parodia.
Recuerdo que para dar ejemplo intenté llevarme a la boca unas hojas de ensalada, que se me agarraron como si fuesen esparto a las fauces resecas.
Simulaba que comía con la cara metida en el plato, y no me atrevía a levantar la cabeza ni a mirar a mi mujer, que sentada frente a mi se tragaba desesperadamente las lágrimas.
Una vez la miré y hallé en sus ojos tal expresión de espanto, la vi mirarme con tanta alma, que me sentí anonadado.
Dos días después había toros en Madrid. Salí a la plaza con Varelito y Fortuna para lidiar una corrida de Albarrán. Tuve aquella tarde uno de los triunfos más grandes de mi vida.
Era el día en que se llevaban a Sevilla en cadáver de Joselito.
A veces he pensado que si el genio de la lámpara taurina me diese la oportunidad de pedir un deseo, le pediría que me trasladara en el tiempo por unas horas y me diera la oportunidad de poder asistir a una corrida en la que hicieran el paseíllo José, Juan, y un tercero que dejaría a la elección del genio.
Por sugerir, y coincidiendo en el tiempo, le nombraría a Rafael El Gallo, Gaona, Machaquito, Saleri II, Pastor…más que nada por no pedirle a Manolete y ponerle en un aprieto al pobre genio de la lámpara.
Y a ser posible en Madrid o Sevilla por favor, si no es mucho pedir…
El texto está extraído del libro de Manuel Chaves Nogales, “Juan Belmonte, Matador de toros”, libro “de texto” que, religiosamente y cual peregrinación a la Meca de los toros, debería ser de obligada lectura para cualquiera que aspire a ser aficionado. Una joya, vamos.
Para acompañar esta entrada, “Sangre Española”, dedicado a Juan Belmonte y con música de Gabinete Caligari, quienes demostraron una audacia inaudita editando este tema, con su puesta en escena, hace ya nada menos que 30 años.