La normativa legal que rige actualmente los espectáculos taurinos en todo el territorio español, establece el peso mínimo de las reses lidiadas en corridas de toros, que es de 460 kilos en plazas de primera categoría, 435 en las de segunda, y de 410 en las de tercera categoría al arrastre, o su equivalente de 258 en canal.
En las novilladas picadas, el peso de las reses no podrá exceder de 540 kilos en plazas de primera categoría, de 515 en las de segunda y de 270 kilogramos en canal en las de tercera categoría y en las portátiles.
En las plazas de primera y segunda categoría, el peso será en vivo, y en las de tercera, al arrastre, sin sangrar, o a la canal, según opción del ganadero, añadiendo cinco kilogramos que se suponen perdidos durante la lidia.
Hasta ahí todo claro. A partir de ahí…
Si el peso es un parámetro medible objetivamente, y al menos en la teoría, no manipulable, el trapío sin embargo viene a ser un concepto más o menos aceptado por el uso y la costumbre, pero que está muy lejos de ser algo objetivamente medible.
Lo que para unos puede resultar ser un trapío imponente, para otros puede ser la viva estampa de un carnero (carnero topador, pero carnero al fin y al cabo). Hablamos de algo sujetivo en cualquier caso.
Los tipos morfológicos característicos de cada encaste están también definidos en el Real Decreto (60/2.001) sobre el prototipo racial de la raza bovina de lidia.
A la hora del reconocimiento veterinario previo a un festejo, entran por lo tanto en juego parámetros medibles junto con conceptos (llamémosle así) en los que la subjetividad del que juzga es evidente.
Si no hay nada legislado al respecto (¿se puede legislar sobre el trapío…?) el veterinario de turno deberá evaluar, bajo su punto de vista, con la máxima objetividad que sea posible.
Y ahí es donde yo creo que se gesta el despropósito con el que en ocasiones nos sorprende el reconocimiento. Diez pares de ojos, verían probablemente diez trapíos diferentes.
Aún así, el resultado del reconocimiento veterinario no es vinculante para quien ejerce la autoridad del festejo, y será éste, el presidente, quien asumirá la responsabilidad de admitir reses que han rechazado los veterinarios. Pero…¿Quién le pone el cascabel al gato?
Mientras los toros no vengan servidos “a cala y a cata”, como los melones, y no haya por tanto posibilidad de adivinar la bravura o mansedumbre que corre por sus venas, o esta se deduzca de escrutar su mirada mas o menos fiera, es evidente que hay que establecer algún parámetro objetivo (el peso) que no se preste a interpretaciones subjetivas o intencionadas (el trapío).
Dando por sentado que el peso parece ser lo más fácil de medir, el problema viene cuando se generaliza y se acotan intervalos de valores que claramente perjudican, cuando no dejan directamente fuera de juego, a determinados encastes que no se caracterizan precisamente por su volumen o su peso.
Yo si creo que el aficionado, entre otros actores de la fiesta, tiene también su parte de culpa en que nos hayan impuesto el burro grande, ande o no ande.
¿Sería admisible, hoy por hoy, para la mayoría de aficionados y público el toro chico, o terciado, pero bravo, en una plaza como Las Ventas? Sinceramente creo que no.
Como si el volumen o el peso tuvieran que ver con la bravura o la nobleza (ojo, evidentemente tampoco el peso tiene porqué estar directamente relacionado con el trapío…)
Que yo sepa, no se ha encontrado una relación ni directa ni indirecta entre el peso y la bravura. Aún así, cada día se demandan toros más voluminosos, con más caja y en definitiva con más peso.
En esto creo que estamos, no sé si la mayoría, de acuerdo en que es uno de los males de la fiesta en la actualidad.
Del toro grande y pesado deriva la gradual pérdida de riqueza genética, ya que los ganaderos (con más o menos pretensiones, y salvo honrosísimas excepciones de románticos de la crianza de algunos encastes) tenderán a la crianza de reses voluminosas y pesadas en detrimento del toro chico, tan bravo o más, nunca se sabrá con certeza, que el toro grande.
Tanto o más grave que la pérdida de riqueza genética resulta la aberración de la morfología (tipo) característica de un encaste.
Aberración que se produce cuando se busca un toro “fuera de tipo” que dé mas peso a aquellos que, de seguir perpetuando el tipo que define su encaste, difícilmente alcanzarán el peso mínimo.
Al menos para mi, parece claro que se hace cada día más necesaria una revisión en profundidad de la normativa sobre pesos mínimos (…y máximos) que evitarían bochornos sonrojantes como el que se retornen de vuelta al campo los ejemplares que presentó a reconocimiento Adolfo Martín la pasada feria de San Isidro.
No es cuestión de remover el asunto, pero es que hay cosas que no entiende ni un avezado surrealista.
La hipótesis de adaptar realmente, no sólo sobre el papel, el peso mínimo a la procedencia de la res abriría la posibilidad de lidiar en plazas de primera toros de aquellos encastes que dan un tipo de toro con menor peso (que no con menor bravura) y que hoy por hoy, y en aplicación de la reglamentación actual, tienen definitivamente vetada la lidia en esas plazas.
Pero esta modificación se presenta probablemente arriesgada, porque no es fácil que público y aficionados se pongan de acuerdo en qué parámetros (y hasta qué valores) son admisibles a la hora del reconocimiento previo.
No se puede utilizar la misma vara para medir un Miura que un Coquilla. ¿El resultado? El toro grande se come al chico.
Y así seguiremos mientras no se bajen del burro y se encuentre algún tipo de solución normativa que impida, insisto, lo que en definitiva sucede en plazas de primera categoría, en las que los encastes que dan un tipo de toro de menor peso y tamaño (tipo elipométrico en lenguaje veterinario) están en la práctica vetados.