Tengo
que admitir que, como muchos otros (cándidos) aficionados, recibí con una cierta
expectación no carente de desconfianza
el desembarco del productor Simón Casas en la gestión de Las Ventas.
A
modo de un exótico encantador de serpientes, el empresario-productor nos iba
engatusando con la musiquilla del cambio, el renacer, el éxtasis artístico y
cultural, la reconquista del aficionado perdido, y bla, bla, bla.
Y
uno, que es en el fondo un iluso pues de otra manera no se explica esta
afición, se lo iba creyendo y ya se imaginaba al coro celestial abriendo el paseíllo
de Las Ventas a ritmo de pasodoble, con los Arcángeles desfilando y todo el
Olimpo de Dioses (y Diosas) presidido por el apuesto productor escoltado por
bellas ninfas que, cabalgando sobre
nacarados corceles, inundaban de flores y olorosas fragancias el ruedo venteño, vestido para la
ocasión con las mejores galas.
Y
ahora va y resulta que de eso nada de nada.
Ni
ninfas, ni Dioses (ni Diosas), ni coro celestial…
La
realidad nos devuelve a Las Ventas.
A
ver quién es el listo que en un ejercicio de agudeza visual es capaz de
distinguir la programación de San Isidro 2017 de cualquiera de los carteles de
años pasados. El juego de las ¿siete? diferencias.
Quitando
el desplazamiento de la corrida de Beneficencia, que de novedoso tiene poco, y
la corrida de la Cultura, o del Arte, o del Arte y la Cultura, tenemos lo de
siempre. A lo mejor es que no hay más donde rascar y queremos algo imposible,
que va a ser eso al final.
Por
mucha presentación con canapé y gin tonic (a ratos, por lo que vi, en el límite
de lo pelín hortera), al final nos han vendido un poco más de humo, y ajo, y
agua.
Así
que ya vamos pensando cuando tenemos que ir a renovar el abono, que para eso
somos abonaos.
Y
por si acaso no vaya a ser que al final viene el de Galapagar…