Aprovechando el aniversario de la muerte del Maestro Chenel, releo el libro de Javier Manzano “Antoñete, La Tauromaquia de la movida” de la editorial Reino de Cordelia.
De cada nueva lectura se saca algo interesante que a veces haya podido pasar más desapercibido en una primera lectura.
Habla Antoñete del “pase del libro”…
El pase del libro es un lance que encaja en este apartado de pases de adorno, aunque no por ello significa necesariamente, al igual que los anteriores, que se ejecute con la finalización de la faena que es donde se suelen realizar los ya descritos.
Este pase del libro es de mi propia cosecha, aunque no lo popularicé ni lo practiqué profusamente, en gran medida porque quizá apenas encontré toros que lo merecieran.
Hubo uno sobre todo que lo pidió a gritos y que fue ante el que lo ejecuté o ante el que me brotó con absoluta entrega y naturalidad poseído como estaba por la grandiosidad del toreo, ebrio a más no poder del arte que aquel guapo torito blanco me reclamaba con cada mirada, me extraía en cada galopada, me brindaba en todos y cada uno de los segundos eternos que duró aquella faena que me enseñó como nadie y como nada en la vida lo que es el éxtasis.
Atrevido se llamó y frente a él, sin premeditación ni mucho menos alevosía, ejecuté o mejor dicho cincelé, que suena artista y no castrense, este pase del libro que de bien chico diseñé y pulí a hurtadillas en el ruedo de Las Ventas, que era el patio de mi casa, mientras bebía los litros de tauromaquia y torería que allí destilaban en sus entrenamientos matadores de postín y otros que soñaban con serlo.
Todos ellos ejecutaban de salón sus suertes y las suertes, y empapadísimo de aquello busqué, casi por eliminación, un lance personal e intransferible que ensayé y perfeccioné, por mi timidez, lejos de sus miradas y sus comentarios y críticas.
Lo probé en mis comienzos por los alberos del anonimato, y creo recordar que lo mostré en algún festejo sin que trascendiera más allá del círculo de los muy muy aficionados o los muy muy partidarios. En los dobladillos de mi esportón lo guardé para únicamente sacarlo en ocasiones excepcionales como aquella tarde del toro blanco de Osborne.
Esa tarde lo realicé como creo, ahora, que debería realizarse: en mitad de la faena de muleta, en los medios de una serie y no en sus remates.
Había dejado al toro en su distancia, en la distancia, y me dispuse por naturales cuando observando su mirada vi que pedía y me retaba a algo diferente, personal e intransferible, artístico y eterno por más fugaz que fuese a ser.
Con la muleta en la izquierda frente a mi, sujetada por el estoque que sostenía en mi mano derecha, llamé al toro adelantando suavemente aquella proa de roja franela que asemejaba al lomo de un libro cuyas tapas fuesen, precisamente, la muleta y el estoque.
Cuando se arrancó noble y brioso aguanté hasta casi el momento del embroque para en ese instante desplazar hacia atrás suavemente la mano derecha y suavemente abrir la izquierda al natural llevando prendida en ella la noble e interminable embestida.
Dicho de otra forma, soltar muy despacio la tapa del libro que sujetaba la mano derecha mientras la izquierda lo despliega muy despacio abriéndolo casi hoja a hoja frente a la embestida del toro que cual ávido lector persigue afanoso el suave revuelo del abanico de páginas.
El pase del libro.
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