Interesante pasaje del
libro “Diano”, obra de D. Luis Fernández Salcedo en el que desgrana la vida y
descendencia del famoso semental procedente de Ibarra, raceador de la cruza que emprendió D. Luis Gutiérrez, tío y padrino
del autor, en la ganadería colmenareña de D. Vicente Martínez, a la sazón, bisabuelo del ganadero…que no llegó a serlo, como él mismo se denominaba.
Ingeniero agrónomo,
prolífico escritor, aficionado y erudito taurino, hace un análisis muy conciso de
la evolución del tamaño del toro y su comportamiento en la suerte de varas. Para
situarnos, tengamos en cuenta que el libro lo escribió en torno a 1956…
“Un ganadero, fallecido
hace muchos años, me decía: “Cuando crecen los toreros menguan los toros, y a
la recíproca. En tiempos de Guerrita,
bien por atender a sus exigencias o por brindarle ese favor, los ganaderos
achicaron al toro que estaba vigente en los tiempos de Lagartijo y Frascuelo.
Apenas se retiró el Califa de Córdoba, como si hubiese desaparecido la presión
ejercida, los toros recuperaron con creces el volumen anterior, hasta el punto
de que nunca fueron tan grandes como en la época de Bombita y Machaquito”.
Habrá que entender que ese
“nunca” se refería a la época en que
dicho ganadero estuvo viendo toros, que bien pudo ser de 1880 a 1950. Pero si
aceptamos su afirmación de que nunca fueron los toros tan grandes, tenemos que
declarar también que quizá nunca fueron tan mansos como en los citados años
esplendorosos del sevillano y el cordobés.
La personalidad artística
de toreros de la clase de Lagartijo, Guerrita,
y algunos otros de menor cuantía, había dejado en la Fiesta una estela de
estilo, valga el modesto juego de palabras. Al propio tiempo se acentuaba ya la
decadencia de la suerte de varas y de la estocada, que monopolizaron antaño la
atención del espectador.
El público, bien
aleccionado por una crítica sana y competentísima, quería ver torear, y lo
cierto es que, en la inmensa mayoría de las veces, la voluntad de los diestros
de entonces se estrellaba contra la falta de colaboración de la mayoría de los toros.
Porque, en efecto, para
una faena de media docena de pases, con el único designio de cuadrar al bicho,
a fin de propinarle una grandiosa estocada, cualquier toro valía. Ahora bien,
cuando se trata de buscar un lucimiento legítimo con el capote y la muleta, era
imposible alcanzar con aquellos bichos que escarbaban incesantemente, como si cavasen su propia sepultura; que se
aculaban a las tablas, en plan puramente defensivo; que tiraban coces o desarmaban en todos los
lances… ¿Dónde habían ido a parar aquellos animales bravísimos, que tomaban
hasta cincuenta puyazos, y doce corrientemente?
No lo sabemos, pero
sospechamos que el quid estaba en
otro modo de apreciar las cosas. Aunque la puya fuese antes de mucho menor
castigo, se comprende que, para que un toro llegase a tomar una docena de
varas, estas no podrían tener la consideración, en su mayoría, de puyazos de
castigo, si no de meros refilonazos, bien porque el toro se saliese suelto,
porque, contrariamente, derribase con estrépito, o porque el picador, con su
magnífica destreza y su fuerza hercúlea, le despidiera por delante del caballo,
haciendo que éste sesgase su posición, o sea como hoy se practica en las
tientas.
Por cierto que se atribuye
a Guerrita la primera orden a los
picadores para que dejasen al toro cornear en el caballo, a fin de, en tanto,
poderle castigar en forma. Si esto es así, tenemos que consignar nuestra
impresión desfavorable hacia el cordobés, por el mal efecto que esto supone,
creando un funesto precedente para el caballo…y para el toro. Insistimos en que
picando (no ya como hoy, sino como se
practicaba la suerte a principios de siglo), un toro no podía aguantar tantos
puyazos como nos dicen. Todavía conservamos en casa un trozo de pica, de más de
medio metro, magníficamente pintado de rojo, que se sacó en el desolladero de
una plaza de provincias a uno de los primeros hijos del Diano.
Luis
Fernández Salcedo
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