La
casualidad, o no, ha hecho que me encontrara con un libro (una maravilla de
libro, adelanto) sobre la trashumancia de ganado bravo, cuya lectura he
disfrutado desde la primera a la última página.
El
libro en cuestión se titula “La vereda que viví” y está escrito por Jacinto
Ortega Ruiz. La verdad es que debería haber tenido conocimiento de la
existencia de este libro hace tiempo por varios motivos.
En primer lugar, comparto con el autor una afición y una profesión, además de algún amigo en común, pero además, La vereda que viví narra las vivencias del autor en la trashumancia de la ganadería de los Herederos de D. Jacinto Ortega Casado a través de la Cañada real Conquense desde su localidad de origen, Checa, en la provincia de Guadalajara, hasta la finca “Los Monasterios”, en la provincia de Jaén, en busca de los pastos invernales. Y me une también al autor el cariño a esos paisajes checanos que describe, a veces rudos y ásperos, pero siempre de una belleza espectacular.
En
2010 publiqué una entrada en el blog sobre la trashumancia del ganado bravo, y
hemos hablado aquí también sobre ganaderías y afición al toro bravo en esta comarca natural de los Montes Universales.
Por
situarnos, diremos que el origen de la ganadería de los Herederos de D. Jacinto Ortega Casado, una de
las más antiguas del campo bravo, se halla precisamente en Checa.
Fundada
por D. Jacinto Ortega Casado en 1914, quien posteriormente adquirió la finca
“Los Monasterios”, en Baños de la Encina (Jaén), allí donde durante décadas se
ha llevado a cabo la trashumancia del ganado desde los agostaderos de Checa y
viceversa.
Y
en la casta Vazqueña está el origen de la ganadería a través de las diversas
adquisiciones que hizo D. Jacinto, ya fuera hacia el Veragua más puro y
predominante, o por la rama de “Concha y Sierra” a través de un semental de
origen Martínez procedente de este encaste, sangre que aportó a la ganadería
colmenareña el semental “Español”.
Hubo
también una aportación de sangre Villamarta procedente de
Jiménez Indarte (ganadero también de origen Checano) que pronto fue absorbida
por la dominante veragüeña.
Como
dato que me parece curioso, en la familia siempre se ha procurado eliminar los
pelos berrendos y jaboneros, siendo estos últimos los que generalmente más se
identifican como característicos del encaste Veragua.
Recientemente,
tanto el ganado como el histórico hierro de la “J” y la “O” han cambiado de
mano y han puesto rumbo definitivo a tierras castellonenses, poniendo punto
final a una historia familiar ganadera y trashumante.
Nos
queda el libro como forma de revivir lo que antaño fue una actividad común por
estas tierras.
Y
el libro transmite maravillosamente la auténtica dureza de “la vereda”, las
jornadas interminables acompañando y velando al ganado, los sucesos y anécdotas
felices o de amargo recuerdo, y deja en quien como yo tiene la suerte de
leerlo, el placer de sentirse partícipe, aún en la distancia, de esa cuadrilla
de vaqueros que a finales de 1975 se recorre media España mientras aquí se vive
el final de una época.
No
sé si será fácil hacerse con un ejemplar, la edición es corta y tiene más bien
un carácter familiar, pero si tienes la oportunidad, o la casualidad lo pone a
tu alcance, te recomiendo su lectura. No te va a defraudar.
Mientras
tanto, y por si eso no fuera posible, traslado aquí un par de textos y unas fotos del libro con el permiso
del autor.
De
los preliminares...
La
magia y la dureza de Navarejos
Durante el verano las vacas las teníamos repartidas entre el monte
de “Sierra Molina” y los quintos de “Navarejos”, “Los Poyales” y “La Campana”,
todos ellos en término municipal de Checa. A primeros de Octubre las
concentrábamos en “Navarejos” para desde allí iniciar la vereda.
No era tarea fácil. En otoño la hierba escaseaba y el frío empezaba
a adueñarse de estos territorios. Las escarchas de la mañana venían a
recordarnos que había llegado la fecha de abandonar estas hermosas pero
difíciles sierras porque cualquier día podían visitarnos las nevadas agravando
las duras condiciones de nuestro trabajo y complicando tremendamente la salida.
Facundo tenía 60 vacas bravas que provenían del encaste Araúz de
Robles. Eran todas de pelaje cárdeno y buenas encornaduras. Habían pasado el
verano en “Sierra Molina” y al llevarlas de otoño a “Navarejos” y escasear la
comida todo su afán era volverse a su querencia, a su agostadero de verano.
Nosotros luchábamos para evitarlo pero muchas de ellas lo
conseguían. Unas se escapaban por el río “Hoceseca” y rambla arriba entraban en
Sierra Molina por el cortijo de “La Sarguilla”. Otras preferían escabullirse
por la empinada “rocha del Acebar” e incluso con la agilidad propia de las
cabras monteses, algunas preferían hacerlo por la gatera grande de la risca de
Navarejos, saltando a los altos de La Campana y adentrarse después en Sierra
Molina” por el barranco de “Rambla Amarilla”.
Las vacas nuestras conocían bien la vereda y siempre había
algunas, generalmente las más fuertes, que tenían prisa por iniciar el camino y
por la noche burlaban con facilidad nuestro intento de controlarlas.
“Santano” llevaba sus 20 vacas mansas. El resto eran bravas de la
casa y del mayoral. En largo, como decíamos nosotros, llevábamos 430 animales
entre vacas, becerros, erales y bueyes. Este número no se me olvidará nunca,
porque hasta conseguir dominarlos por esas sierras tan difíciles y reunirlos a
todos para iniciar la salida tardamos más de una semana de fatiga y trabajo sin
descanso.
Posteriormente, durante la vereda nuestra obsesión en el conteo
diario era que saliera el pico de 30. Nos felicitábamos cuando así ocurría y
arrancábamos contentos para acometer la nueva jornada. Cuando por el contrario
nos quedábamos en 27, 28 o 29 a todos nos cambiaba la cara y nos entraba cierto
desasosiego por la incertidumbre y el trastorno que suponía la búsqueda de las
que faltaban y el mayor trabajo para los vaqueros que continuaban para
adelante.
De
las dificultades que pueden surgir al atravesar algún pueblo…
-Jacin, vamos a cortar un jabardo de 30 o 40
vacas con la ”Tuerta” por delante, y entre los dos les daremos un apretón con
los caballos para que a la fuerza entren en la calle. ¡Ya verás como así se aparta la gente y se queda
la calle limpia para que pasen detrás el resto de las vacas arreadas por los
demás vaqueros!
La “Tuerta” era una vaca mansa, berrenda en negro, con cara y
hechuras de brava. Tenía buenos pies, gustándole ir siempre en la cabecera, y
si atinabas a darle una pedrada o que la piedra le rebotase cerca de sus patas,
rompía con decisión hacia delante, aligerando el paso y tirando de las demás.
En un santiamén teníamos a la Tuerta a la cabeza del grupo de
vacas que habíamos separado de las demás. Reaccionó al instante ante nuestras
voces y las piedras que desde lo alto del caballo le lanzamos con malas ideas.
Dobló la cabeza hacia el lado derecho, signo inequívoco de que se había dado
por aludida, y enfiló a la carrera hacia el comienzo de la calle., seguida del
jabardo de vacas preparado para la ocasión.
Facundo y yo a galope detrás de ellas. El resto de animales nos
seguían a corta distancia, apretujados entre sí, con gran estruendo, siendo
acosados por Vicente, montando a “Manolete”, y Enrique y Miguel, que se
esforzaban por correr detrás dando voces.
La gente que se agolpaba a la entrada de la calle, viendo la que
se les venía encima, optó por retirarse precipitadamente, unos metiéndose en
los portales de las casas, otros subiéndose a unas hacinas de leña de pino que
se guardaban para combustible doméstico y otros guareciéndose donde mejor
podían.
La “Tuerta” entró a galope, sin vacilación, en la calle. La
siguieron las demás. La gente, desde posiciones seguras, seguía presionando
para que no pasaran y, en cualquier caso, para espantarlas.
Varias de las vacas bravas no aguantaron el tumulto en el que las
habíamos metido y optaron por no seguir a la “Tuerta”. A partir de ese momento
el desbarajuste fue total. Vi algunas vacas que saltaban pequeñas paredes de
piedra escapándose al campo a través de las eras. Otras lo hacían por la
primera callejuela que encontraban en su camino.
A base de dar caballadas de un lado para otro, las paramos en unos labrados próximos a las casas. A duras penas lográbamos contenerlas. De inmediato empezó a llegar gente insistiendo en espantarlas con sus gritos y ademanes. Procuramos a la desesperada que no se acercaran porque las vacas estaban a punto de desbordarnos e iniciar nueva estampida.
Sus
hijos, Macarena y Juan, quisieron sentir la vereda años después ¿Por qué no
imaginar a Juan soñando aquellas noches, al raso, ese toreo que ahora tenemos el
privilegio de disfrutar?
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